LOS AMANTES DEL POZO
Se
encontraba en una encrucijada en la vida. No sabía si suicidarse o
simplemente desaparecer del mundo, porque total, a nadie le importaba
su existencia. Era una decisión complicada que sin duda le acarreaba
muchas dudas morales. Quitarse la vida no era lo más conveniente,
pues no podría seguir adelante con su existencia, y claro, eso era
un obstáculo viese por donde se viese. Siempre podría hacer una
maleta modesta con sus pertenencias más importantes y caminar hacia
un destino incierto. Total, siempre podría matarse más adelante.
La
maleta apenas era una mochila liviana. El chico miró el interior
indiferente. Las gafas de vista, la cartera y una pequeña libreta en
blanco con un bolígrafo. Una muda limpia, como siempre le
recomendaba su madre, y un reloj sumergible. El reloj no era un
regalo ¿Quién le iba a regalar algo a él? Nadie.
Se
puso a meditar. A nadie le importaba que se fuera. No quedaba ya
nadie que se preguntase a donde había ido. A lo mejor los del
trabajo, pero tampoco tenía una relación tan estrecha con ellos
como para que la comidilla de su desaparición durase más de unos
días.
Se
echó la mochila al hombro y empezó a caminar. Salió del motel. Ese
era el primer paso. Respiró hondo. Salió del barrio que apenas le
era familiar. Segundo paso. Este le fue más fácil. El pueblo no era
muy grande, así que llegar al límite apenas le costó una hora y
media de paseo tranquilo. Ante él, comenzaban las carreteras
principales y las huertas. Paró a comer en un bar abarrotado, donde
todo olía a sudor y a vejez. Es curioso el olor de la vejez, parece
que te impregna el espíritu de tristeza y muerte. No lo juzguéis,
también opinaba que había gente mayor que olía bien, pero este no
era el caso. La comida era casera y grasienta. Justo lo que se
merecía una persona que pensaba huir sin ningún tipo de destino.
Probó la carne asada y al primer bocado volvió a plantearse la idea
del suicidio.
El
camino ante sus pies parecía interminable. Los días pasaban y sus
pies se llenaban de ampollas a cada zancada. La tierra del camino
embarraba su ropa, pero apenas le importaba. Lo único que ocupaba su
mente era la paz que le daba caminar. Pronto dejó atrás los pueblos
y ciudades grandes. Comenzó a transitar caminos que se alejaban de
las carreteras generales, y empezó a adentrarse en el frondoso
bosque.
La
naturaleza le dio una tranquilidad de espíritu que jamás le había
dado el contacto con seres humanos. De vez en cuando, algún conejo o
alguna ardilla despistados se cruzaban en su camino. Le daban unos
segundos de maravillosa compañía silenciosa.
El
camino parecía interminable, pero empezó a comprender aquello que
decían, que lo importante no es el destino, si no el camino que vas
recorriendo para llegar hasta él. Lo cual le venía realmente de
perlas, ya que él no tenía ningún objetivo claro. Solo andar,
parar de vez en cuando a alimentarse, curarse las heridas que caminar
le suponía.
De
vez en cuando aparecía ante él un riachuelo o arroyo en el que
lavar su ropa y asearse. Un par de veces acudió a algún pueblo o
urbe para comprar algo de ropa nueva o calzado más cómodo para
continuar su camino. Si, salvaje, pero bien equipado. No olvidemos
que se trata de un chico civilizado. Aunque la gente que lo veía
aparecer, con barba de semanas y ropa andrajosa, le seguía con la
mirada por si se le ocurría cometer algún crimen o robo. Como
curiosidad, siempre te sorprenderá la gente a pesar de la primera
impresión que den. No es oro todo lo que reluce.
Una
vez, se encontraba en un claro del bosque, buscando algunas bayas
entre los arbustos, agachado y en silencio. De sopetón, un ciervo
pequeño pasó cerca de él y se puso a comer unas briznas de hierva.
Fue un encuentro mágico. Se dio cuenta de que aquel, era un momento
único en la vida. Le daba miedo mover cualquier músculo. El más
mínimo sonido podría alertar al animal de su presencia, y por nada
del mundo querría espantarlo. Ese momento se podría comparar con el
de ver la aurora boreal, sin lugar a dudas.
El
ciervo levantó la cara paciente, sin prisa. Ya casi no quedaba
hierva tierna que llevarse a la boca, pero eso no parecía
interesarle. Sus ojos oscuros y grandes se clavaron en el chico. No
se inmutó, pero obviamente tenía que verlo, pues le miraba
fijamente a sus ojos verdes. Él sintió que le miraba directamente
el alma, pero claro, en cualquier mundo civilizado eso habría sonado
realmente estúpido.
Caminó
unos pasos hacia el chico, que por fin movió los músculos. Soltó
las bayas recogidas hacía un momento, como si se hubiera olvidado
por completo de que allí estaban, y con sorpresa, esperó la
reacción del ciervo, que parecía impasible ante la caída de los
frutos. Se acercó tanto que el chico pudo sentir el aliento caliente
del animal en su cara y observar perfectamente su morro oscuro y
húmedo, por haber hurgado entre las hojas con rocío de la mañana.
Paró
en seco y levantó la cabeza. De pronto se dio media vuelta y empezó
a caminar tranquilamente. Giró la cabeza. Obviamente quería que él
le siguiera. Era extraño pero así es como estaba aconteciendo. Se
puso de pie y a caminar como si de una orden se tratase. El ciervo
aumentó el paso. El chico le imitó. Sin bajar el buen ritmo, se
adentraron más en el bosque, por lugares donde él dudaba que
pudiera salir sin ayuda más tarde. Se le hizo largo el camino.
Anduvieron un par de horas según sus cálculos, y después.
Nada.
¿NADA?
Si,
nada. Perdió de vista al animal que le estaba siguiendo de guía. Se
desvaneció entre las ramas y las hojas verdes. Se quedó
desconcertado unos segundos. ¿De verás se había quedado sin su
cuadrúpedo guía como por arte de magia?
Un
sonido desvió sus pensamientos. Apagado, como si viniera de un sitio
hueco, vacío, lejano. ¿Dónde se encontraba exactamente? En el
corazón del bosque. ¿Y qué presumirías encontrar allí? Muchos
árboles, hojas, animales, piedras. Él, además, encontró un pozo.
El ciervo volvió unos segundos a su mente. A lo mejor su intención
era guiarle hasta aquello.
Se
acercó un poco. El pozo estaba bien metido entre la maleza, enredado
entre flores y ramas.
Un árbol había decidido crecer a su costa y se mezclaba la piedra.
Otra
vez el sonido apagado.
Se
acercó un poco más, con cautela. ¿Se atrevería a mirar dentro?
Definitivamente no había llegado hasta allí para quedarse a unos
pasos del misterioso pozo sin siquiera echar un breve vistazo. No
sería muy inteligente.
Miró
dentro. Agua. Agua tan clara y transparente como la de un manantial.
Agua. Lo curioso es que daba la sensación de que se acercara el
ocaso dentro, cuando hacía apenas tres horas que había amanecido.
Miró
un poco más en profundidad y vio algo que le hizo caer de golpe al
suelo. No vio su propio reflejo, como sería de esperar en un pozo
con el agua tan clara y limpia. Descubrió el reflejo de otra
persona. No le devolvió la mirada sus ojos verdes y su cabello rubio
pajizo, largo, descuidado y con barba de varios meses. Ni siquiera
podía distinguir la maleza que le rodeaba a su alrededor, en el
interior de aquel pozo, llego de incógnitas.
Una
chica le devolvió la mirada, curiosa. Su cabello era naranja, como
el del sol de media tarde. Sus ojos verdes, pero no como los del
chico, que eran verdes sin esperanzas, ni sueños ni felicidad.
Estos, era tan verdes, como las hojas del bosque en primavera. Tan
verdes como los campos cuando están floreciendo. Tan verdes como las
más brillantes esmeraldas. Su piel era blanca como la nieve, en
contraste con la piel castigada por el sol del chico, y sus labios,
rojos como una apetitosa manzana, prometían bellas y dulces palabras
sin apenas un gesto.
La
chica le devolvió la mirada. Tampoco entendía muy bien qué estaba
viendo exactamente, pero le dedicó una cándida e inocente sonrisa.
Que sincera parecía desde allí. Un ser absolutamente angelical. De
pronto el corazón le dio un vuelco. Sabía que necesitaba acercarse
más a ella.
El
chico le devolvió la sonrisa y sumó un saludo sencillo con la mano.
Parecía muy lejana. La chica dijo algo, pero no pudo escucharla. El
pozo le devolvía un sonido apagado por el agua. Se apoyó en el
borde de piedra del pozo. La miró y volvió a sonreír. Ella hizo un
gesto de disculpa. Volvió a sonreír ampliamente. A él le dio otro
vuelco el corazón.
Ella
le hizo un gesto de espera, levantando el dedo índice. Volvió a los
pocos segundos con una hoja blanca escrita con un rotulador negro. No
había apenas ondas en la superficie cristalina del pozo, así que
puso leer perfectamente un "Hola, soy Lara", con una
caligrafía exquisita. Todo en ella era muy bello, pensó el chico
con un suspiro, incluso su escritura.
Buscó
a su alrededor. Recordó el cuaderno y el bolígrafo que apenas había
utilizado en su aventura. Rasgó una de las hojas y le escribió un
mensaje a la bella mujer del pozo.
"Encantado,
yo soy Víctor"
La
chica se rió (seguro que tiene una risa muy hermosa) y le devolvió
rápidamente el mensaje.
"Bonito
nombre"
El
chico se sentía extasiado. Comenzaron una conversación con mensajes
cortos en hojas en blanco que duró apenas unos minutos, puesto que
en el lado del pozo de Lara ya era de noche, cuando Víctor todavía
no había llegado al medio día. El último mensaje que le escribió
ella fue esperanzador.
"Nos
veremos mañana otra vez"
Víctor
se tumbó en la hierva con los mensajes escritos para Lara encima de
él. Vida, alegría. Apenas unos minutos de una fantasiosa
conversación a través de un extraño pozo, le había servido para
ver lo maravillosa que es la vida. Ya no se sentía vacío, como
había estado hasta ahora. Veía la vida a través de los ojos de la
chica del pozo. Podía sentir su risa a pesar de no poder escucharla.
Podía sentir sus manos blancas como la nieve escribiendo solo para
él. Escribiendo que se verían de nuevo mañana. Ella quería volver
al día siguiente, cuando hubiera luz, para hablar con él, a través
de aquél pozo. ¿Y el pozo?
¿Y
el pozo...?
Paró
un segundo a tratar un tema evidente a primera vista. Lara y él no
se encontrarían en el mismo mundo. Ni en el mismo universo. Al menos
compartían idioma. Y se veían a través de un extraño y mágico
portal a ese mundo. Hacía unos meses se encontraba en un profundo
agujero de desesperación, y en pocos segundos, aquel instrumento
poderoso le había devuelto a la vida. Se durmió con estos
pensamientos en la cabeza.
Suspiros
de cabellos anaranjados y ojos del color de las esmeraldas bailaron
en su cabeza durante aquel perfecto sueño que pareció durar una
vida entera.
Abrió
los ojos de sopetón. Sonrió. Se incorporó y se asomó. Respiró
aliviado. Allí estaba ella. Con los codos apoyados en la piedra
esperándole a él con un "HOLA" escrito en una cartulina.
Víctor agitó la mano a modo de saludo. Pensó que no podían
pasarse la vida así, hablando a través de lugares extraños y
papeles imposibles (imagínate la cantidad de notas que produciría,
acabaría con el bosque entero en papeles) así que tomó la decisión
más lógica. O no.
Tocó
con las puntas de los dedos el agua clara. Fue una sensación normal
cuando tocas agua. Húmeda, fría. Metió más la mano. Lara le
miraba dubitativa. Pensó que era como cuando te tiras a una piscina,
hay que hacerlo de golpe, si no, podría arrepentirse.
Su
última mirada fue para aquel rostro angelical, que le miraba desde
el otro lado, deseosa de que se reunieran. Metió todo su cuerpo,
aguantando la respiración. La veía cerca, apenas tendría nada que
nadar hacia abajo. O hacia arriba, según la perspectiva. Sus brazos
se movían de forma enérgica para alcanzar el otro lado, para
llevarle a su meta. Ahora sabía que todo lo que había hecho hasta
ese momento le llevaba hasta Lara, pues el destino de la vida, la
razón de nuestra existencia, no puede ser otra que la de el amor. El
amor más puro, sincero y verdadero. Ahora, por fin, lo entendía.
Por
una fracción de segundo pareció perder la consciencia. Sus músculos
no le respondieron, su corazón y su mente se pararon. Pánico.
Sintió frío, soledad. El instante pareció eterno. Unas manos
blancas como la leche lo sacaron de allí, tirando con fuerza de él.
Tomó una bocanada de aire como quién jamás ha probado algo
riquísimo, con insistencia, con deseo, con ansia de querer más.
Cuando hubo tomado todo el aire y expulsado todo el agua que a su
cuerpo le pareció apropiado, dirigió su mirada a su salvadora.
Ahí
estaba. Lara, perfecta. Antes de decir una palabra, acarició su
mejilla con delicadeza y besó sus tiernos labios. Ella le devolvió
el beso con mucha dulzura. Él podía percibir en su piel todo el
amor que sentían el uno por el otro. Parecía increíble. La
sensación fue como si una corriente eléctrica que solo ellos
perciben, les recorriese cada centímetro de su cuerpo.
-Ya
estás aquí.- Lara suspiró.
-Si.-
Víctor no podía hacer otra cosa que sonreír.
-Cuanto
tiempo esperando.
Víctor
la miró frunciendo el ceño sin entender muy bien a lo que se
refería. Se incorporó en aquel prado abierto. Ahora que tenía una
vista en conjunto del otro lado, descubrió lo maravilloso que era,
lo tranquilo y especial. Se sentía en un sitio conocido, aunque a la
vez totalmente nuevo. Esa sensación, que debería reconfortarlo, le
preocupó un poco.
-¿Tiempo?
¿A que te refieres?
Lara
sonrió con su amplia sonrisa perfecta. Le cogió de la mano y
caminaron apenas dos pasos hasta el pozo.
Miró
hacia abajo.
Víctor
se sintió horrorizado.
Nadie
debería tener una visión tan espantosa como la que él tuvo en ese
momento. Vio el otro lado, como había visto cuando hablaban él y
Lara. Pero en el pozo, había algo. Algo que le era muy familiar. Se
encontraba él mismo, allí. Flotando boca abajo, mirándole
directamente con los ojos vacíos y sin vida. Ahogó un grito en su
garganta. Miró a Lara sin entender.
-Te
ha costado, pero al fin has dado el paso.
No
sabía si se encontraba en el cielo o en el infierno, pero
definitivamente, alguien le haría pagar por aquel paso adelante.
Alguien, tal vez, con cabellos anaranjados y ojos de esmeralda.
El
amor, nos hace cometer locuras, sin apenas darnos cuenta.
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