16/5/16

Suicidio nº 485

Los amantes del pozo
(PARTE 1)

Se encontraba en una encrucijada en la vida. No sabía si suicidarse o simplemente desaparecer del mundo, porque total, a nadie le importaba su existencia. Era una decisión complicada que sin duda le acarreaba muchas dudas morales. Quitarse la vida no era lo más conveniente, pues no podría seguir adelante con su existencia, y claro, eso era un obstáculo viese por donde se viese. Siempre podría hacer una maleta modesta con sus pertenencias más importantes y caminar hacia un destino incierto. Total, siempre podría matarse más adelante.
La maleta apenas era una mochila liviana. El chico miró el interior indiferente. Las gafas de vista, la cartera y una pequeña libreta en blanco con un bolígrafo. Una muda limpia, como siempre le recomendaba su madre, y un reloj sumergible. El reloj no era un regalo ¿Quién le iba a regalar algo a él? Nadie.
Se puso a meditar. A nadie le importaba que se fuera. No quedaba ya nadie que se preguntase a donde había ido. A lo mejor los del trabajo, pero tampoco tenía una relación tan estrecha con ellos como para que la comidilla de su desaparición durase más de unos días.
Se echó la mochila al hombro y empezó a caminar. Salió del motel. Ese era el primer paso. Respiró hondo. Salió del barrio que apenas le era familiar. Segundo paso. Este le fue más fácil. El pueblo no era muy grande, así que llegar al límite apenas le costó una hora y media de paseo tranquilo. Ante él, comenzaban las carreteras principales y las huertas. Paró a comer en un bar abarrotado, donde todo olía a sudor y a vejez. Es curioso el olor de la vejez, parece que te impregna el espíritu de tristeza y muerte. No lo juzguéis, también opinaba que había gente mayor que olía bien, pero este no era el caso. La comida era casera y grasienta. Justo lo que se merecía una persona que pensaba huir sin ningún tipo de destino. Probó la carne asada y al primer bocado volvió a plantearse la idea del suicidio.
El camino ante sus pies parecía interminable. Los días pasaban y sus pies se llenaban de ampollas a cada zancada. La tierra del camino embarraba su ropa, pero apenas le importaba. Lo único que ocupaba su mente era la paz que le daba caminar. Pronto dejó atrás los pueblos y ciudades grandes. Comenzó a transitar caminos que se alejaban de las carreteras generales, y empezó a adentrarse en el frondoso bosque.
La naturaleza le dio una tranquilidad de espíritu que jamás le había dado el contacto con seres humanos. De vez en cuando, algún conejo o alguna ardilla despistados se cruzaban en su camino. Le daban unos segundos de maravillosa compañía silenciosa.
El camino parecía interminable, pero empezó a comprender aquello que decían, que lo importante no es el destino, si no el camino que vas recorriendo para llegar hasta él. Esto le venía realmente de perlas, ya que él no tenía ningún objetivo claro. Solo andar, parar de vez en cuando a alimentarse, curarse las heridas que caminar le suponía.
De vez en cuando aparecía ante él un riachuelo o arroyo en el que lavar su ropa y asearse. Un par de veces acudió a algún pueblo o urbe para comprar algo de ropa nueva o calzado más cómodo para continuar su camino. Si, salvaje, pero bien equipado. No olvidemos que se trata de un chico civilizado. Aunque la gente que lo veía aparecer, con barba de semanas y ropa andrajosa, le seguía con la mirada por si se le ocurría cometer algún crimen o robo. Como curiosidad, siempre te sorprenderá la gente a pesar de la primera impresión que den. No es oro todo lo que reluce.
Una vez, se encontraba en un claro del bosque, buscando algunas bayas entre los arbustos, agachado y en silencio. De sopetón, un ciervo pequeño pasó cerca de él y se puso a comer unas briznas de hierba. Fue un encuentro mágico. Se dio cuenta de que aquel, era un momento único en la vida. Le daba miedo mover cualquier músculo. El más mínimo sonido podría alertar al animal de su presencia, y por nada del mundo querría espantarlo. Ese momento se podría comparar con el de ver la aurora boreal, sin lugar a dudas.
El ciervo levantó la cara paciente, sin prisa. Ya casi no quedaba hierba tierna que llevarse a la boca, pero eso no parecía interesarle. Sus ojos oscuros y grandes se clavaron en el chico. No se inmutó, pero obviamente tenía que verlo, pues le miraba fijamente a sus ojos verdes. Él sintió que le miraba directamente el alma, pero claro, en cualquier mundo civilizado eso habría sonado realmente estúpido.
Caminó unos pasos hacia el chico, que por fin movió los músculos. Soltó las bayas recogidas hacía un momento, como si se hubiera olvidado por completo de que allí estaban, y con sorpresa, esperó la reacción del ciervo, que parecía impasible ante la caída de los frutos. Se acercó tanto que el chico pudo sentir el aliento caliente del animal en su cara y observar perfectamente su morro oscuro y húmedo, por haber hurgado entre las hojas con rocío de la mañana.
Paró en seco y levantó la cabeza. De pronto se dio media vuelta y empezó a caminar tranquilamente. Giró la cabeza. Obviamente quería que él le siguiera. Era extraño pero así es como estaba aconteciendo. Se puso de pie y a caminar como si de una orden se tratase. El ciervo aumentó el paso. El chico le imitó. Sin bajar el buen ritmo, se adentraron más en el bosque, por lugares donde él dudaba que pudiera salir sin ayuda más tarde. Se le hizo largo el camino. Anduvieron un par de horas según sus cálculos, y después.
Nada.

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