(PARTE 1)
Se
encontraba en una encrucijada en la vida. No sabía si suicidarse o
simplemente desaparecer del mundo, porque total, a nadie le importaba
su existencia. Era una decisión complicada que sin duda le acarreaba
muchas dudas morales. Quitarse la vida no era lo más conveniente,
pues no podría seguir adelante con su existencia, y claro, eso era
un obstáculo viese por donde se viese. Siempre podría hacer una
maleta modesta con sus pertenencias más importantes y caminar hacia
un destino incierto. Total, siempre podría matarse más adelante.
La
maleta apenas era una mochila liviana. El chico miró el interior
indiferente. Las gafas de vista, la cartera y una pequeña libreta en
blanco con un bolígrafo. Una muda limpia, como siempre le
recomendaba su madre, y un reloj sumergible. El reloj no era un
regalo ¿Quién le iba a regalar algo a él? Nadie.
Se
puso a meditar. A nadie le importaba que se fuera. No quedaba ya
nadie que se preguntase a donde había ido. A lo mejor los del
trabajo, pero tampoco tenía una relación tan estrecha con ellos
como para que la comidilla de su desaparición durase más de unos
días.
Se
echó la mochila al hombro y empezó a caminar. Salió del motel. Ese
era el primer paso. Respiró hondo. Salió del barrio que apenas le
era familiar. Segundo paso. Este le fue más fácil. El pueblo no era
muy grande, así que llegar al límite apenas le costó una hora y
media de paseo tranquilo. Ante él, comenzaban las carreteras
principales y las huertas. Paró a comer en un bar abarrotado, donde
todo olía a sudor y a vejez. Es curioso el olor de la vejez, parece
que te impregna el espíritu de tristeza y muerte. No lo juzguéis,
también opinaba que había gente mayor que olía bien, pero este no
era el caso. La comida era casera y grasienta. Justo lo que se
merecía una persona que pensaba huir sin ningún tipo de destino.
Probó la carne asada y al primer bocado volvió a plantearse la idea
del suicidio.
El
camino ante sus pies parecía interminable. Los días pasaban y sus
pies se llenaban de ampollas a cada zancada. La tierra del camino
embarraba su ropa, pero apenas le importaba. Lo único que ocupaba su
mente era la paz que le daba caminar. Pronto dejó atrás los pueblos
y ciudades grandes. Comenzó a transitar caminos que se alejaban de
las carreteras generales, y empezó a adentrarse en el frondoso
bosque.
La
naturaleza le dio una tranquilidad de espíritu que jamás le había
dado el contacto con seres humanos. De vez en cuando, algún conejo o
alguna ardilla despistados se cruzaban en su camino. Le daban unos
segundos de maravillosa compañía silenciosa.
El
camino parecía interminable, pero empezó a comprender aquello que
decían, que lo importante no es el destino, si no el camino que vas
recorriendo para llegar hasta él. Esto le venía realmente de
perlas, ya que él no tenía ningún objetivo claro. Solo andar,
parar de vez en cuando a alimentarse, curarse las heridas que caminar
le suponía.
De
vez en cuando aparecía ante él un riachuelo o arroyo en el que
lavar su ropa y asearse. Un par de veces acudió a algún pueblo o
urbe para comprar algo de ropa nueva o calzado más cómodo para
continuar su camino. Si, salvaje, pero bien equipado. No olvidemos
que se trata de un chico civilizado. Aunque la gente que lo veía
aparecer, con barba de semanas y ropa andrajosa, le seguía con la
mirada por si se le ocurría cometer algún crimen o robo. Como
curiosidad, siempre te sorprenderá la gente a pesar de la primera
impresión que den. No es oro todo lo que reluce.
Una
vez, se encontraba en un claro del bosque, buscando algunas bayas
entre los arbustos, agachado y en silencio. De sopetón, un ciervo
pequeño pasó cerca de él y se puso a comer unas briznas de hierba.
Fue un encuentro mágico. Se dio cuenta de que aquel, era un momento
único en la vida. Le daba miedo mover cualquier músculo. El más
mínimo sonido podría alertar al animal de su presencia, y por nada
del mundo querría espantarlo. Ese momento se podría comparar con el
de ver la aurora boreal, sin lugar a dudas.
El
ciervo levantó la cara paciente, sin prisa. Ya casi no quedaba
hierba tierna que llevarse a la boca, pero eso no parecía
interesarle. Sus ojos oscuros y grandes se clavaron en el chico. No
se inmutó, pero obviamente tenía que verlo, pues le miraba
fijamente a sus ojos verdes. Él sintió que le miraba directamente
el alma, pero claro, en cualquier mundo civilizado eso habría sonado
realmente estúpido.
Caminó
unos pasos hacia el chico, que por fin movió los músculos. Soltó
las bayas recogidas hacía un momento, como si se hubiera olvidado
por completo de que allí estaban, y con sorpresa, esperó la
reacción del ciervo, que parecía impasible ante la caída de los
frutos. Se acercó tanto que el chico pudo sentir el aliento caliente
del animal en su cara y observar perfectamente su morro oscuro y
húmedo, por haber hurgado entre las hojas con rocío de la mañana.
Paró
en seco y levantó la cabeza. De pronto se dio media vuelta y empezó
a caminar tranquilamente. Giró la cabeza. Obviamente quería que él
le siguiera. Era extraño pero así es como estaba aconteciendo. Se
puso de pie y a caminar como si de una orden se tratase. El ciervo
aumentó el paso. El chico le imitó. Sin bajar el buen ritmo, se
adentraron más en el bosque, por lugares donde él dudaba que
pudiera salir sin ayuda más tarde. Se le hizo largo el camino.
Anduvieron un par de horas según sus cálculos, y después.
Nada.
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