9/2/12

Suicidio nº 147

Blacky, el conejo.

A partir de ahora, el nombre de aquel conejito desconocido sería Blacky. La niña sonrió al sentirse satisfecha por su gran decisión. Tenía las rodillas raspadas y algunos enganchones en su precioso vestido primaveral azul. Se había pasado la última hora persiguiendo por el campo a aquel escurridizo animal. La niña decidió que verdaderamente merecía la pena. Había visto al conejo dando saltitos hacia donde ella estaba, con aquella graciosa y original forma de caminar. Anna nunca había visto tan de cerca un conejo, y parecía tan suave y esponjoso como se lo había imaginado leyendo sus historias infantiles. Además, el conejo era blanco, impoluto a pesar de estar paseando entre hierbajos, con las orejas medio rosadas, muy arriba y atentas a cualquier movimiento o sonido a su alrededor. Tenía los ojos muy azules. Incluso desde la distancia, Anna podía comprobar lo brillantes que eran, parecía que el cielo le hubiese regalado un poco de sí mismo a aquel animalito. A Anna siempre le habían enseñado que los animales eran criaturas de Dios, así que decidió que si Dios le había puesto una criatura tan maravillosa cerca, debería capturarla y hacerse su amiga, porque las personas piensan, y los animales no. Tras este razonamiento, que le pareció tan sumamente serio y maduro, Anna había empezado la caza, pero el conejo no estaba tan seguro como ella de que esa fuese su misión en la vida.

Anna se había sentado en el porche de la blanca casa, esa que tenía puertas y ventanas azules, para acariciar a su nuevo amigo Blacky, que de vez en cuando, estiraba las patitas y movía las orejas, intentando zafarse de los amorosos bracitos de la niña. Anna acariciaba y miraba con amor los ojos de Blacky. Pensó que, ahroa que estaban juntos, él nunca le abandonaría, porque claro, eso no sería muy cortés. Ella le prometió en voz alta a Blacky que le cuidaría y le protegería para siempre, que nunca le abandonaría que lo daría todo por él... e hizo una cruz en el corazón con su dedo índice para asegurárselo. El conejito no parecía entender ni una palabra de lo que su nueva amiga y captora le decía, pero abrió mucho más los ojos, y el corazón pareció relajársele. Se estaba empezando a rendir, pero seguía bien atento a cualquier movimiento que le permitiese volver a saltar por el campo.

La niña lo abrazó y lo cogió como a un bebé para levantarse e ir hasta la cocina. No había adultos, le habían dejado sola aquella mañana y eso no le importaba mucho, porque ahora tenía a Blacky haciéndole compañía Cogió una zanahoria y la lavó lo mejor que pudo, pues no llegaba muy bien a la pila, y con el conejito en brazos, era difícil hacer cualquier tarea. El animalito olisqueó con hambre y muy nervioso. Anna sonrió y le ofreció la zanahoria. Lo dejó en el suelo de la cocina y no huyó, si no que empezó a devorar la zanahoria. Parecía verdaderamente hambriento. Mientras comía, no le importó que la niña siguiese acariciando, agachada, el pelaje suave y esponjoso del animal.

Un ruido de unos pasos y unas puertas sobresaltó a Anna, que cogió a Blacky y la zanahoria y salió disparada hacia el interior de la casa. La niña estaba radiante, excepto por los enganchones y la tierra del vestido, pero su sonrisa y sus ojos derrochaban alegría. No era así con sus familiares, que entraban ahora por la puerta principal e iban dispersándose por la casa. Sólo Anna daba una nota de color a la estancia, con su vestidito azul. Todos los demás vestían de negro azabache, tenían los ojos enrojecidos, las mujeres, y cara de lástima, los hombres.

Su madre no pareció interesada en Blacky, miraba hacia el infinito, sin centrarse en nada particular, y con cada palabra de la niña, hipaba, hasta que finalmente, volvió a llorar.

Anna salió de nuevo al porche, visiblemente decepcionada. Pensó que no entendía como nadie se sentía feliz con la presencia de Blacky, que ahora estaba junto a ella, terminándose su rica zanahoria. Anna suspiró. No quería que todos estuviesen tristes. Ella no quería estar triste. A lo mejor Blacky era el papá de algunos conejitos, que ahora estaban tan tristes como ella. Cogió a su amigo, y lo dejó en el campo de nuevo. El conejito le miró con ojos interrogantes. Finalmente, se dio la vuelta y a saltitos, pero sin prisa, desapareció entre la maleza. No quería que nadie estuviese triste por su culpa.

La niña se quedó allí, de pie, pensativa, hasta que alguien salió de la casa y fue a buscarla. No quería estar triste nunca más.

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